viernes, 28 de diciembre de 2012

El balance de la Primavera Árabe, dos años después

El Cairo. Mohamed Bouazizi, totalmente cubierto de vendajes y sondas, fue fotografiado con el mandatario Ben Ali en la cabecera de su lecho de muerte. Era el 28 de diciembre, apenas 10 días después de su gesto suicida y liberador ante la municipalidad de Sidi Bouzid, en protesta por el maltrato de la policía, que le había confiscado su carrito de vendedor ambulante de fruta. Fue la chispa que encendió Túnez y a continuación la región árabe entera. Dos años ya. Y cuatro regímenes derribados: Túnez, Libia, Egipto y Yemen. Una larga y sangrienta guerra en Siria sin desenlace a la vista. Una transformación del entero mapa político de la región, desde el gris cobalto de la dictadura que imperó hasta 2011 al verde islamista de hoy. Un desplazamiento geopolítico: a diferencia de lo que sucedió a partir de 1989 con la caída del comunismo, ahora Europa no cuenta, Estados Unidos pierde fuerza e intenta dirigir desde atrás, Rusia y China hacen notar su presencia económica y diplomática, y las potencias petroleras del Golfo sacan pecho gracias a su dinero y a sus alianzas con Washington. La dinámica del cambio intensificó la guerra fría entre Irán y Arabia Saudita, a partir de las raíces sectarias que dividen la región entre chiítas y sunitas, y de la competencia entre ambas potencias regionales por la hegemonía en la zona. Sólo una variable se mantiene fija e imperturbable, el conflicto entre israelíes y palestinos, incapaces unos y otros de mover la más mínima pieza en la buena dirección de la paz. Este es el balance sumario de los dos años transcurridos desde que empezó el tsunami que barrió la geografía árabe. Aunque sea mucho lo que cambió, no faltan los analistas que se niegan a registrarlo con palabras solemnes. Cambio de manos. A la Primavera Árabe y a las revoluciones del jazmín o de la dignidad les sucede el invierno islamista. Los jóvenes globalizados y laicos de las primeras revueltas dejaron el protagonismo a los experimentados militantes islamistas, perfectamente encuadrados y de ideas tan sumarias como obstinadas. Ellos son los que se hacen con el poder con el objetivo de crear un Estado islámico en el que se establezca la sharia como el fundamento de la legalidad. La revolución, si acaso es una revolución, empezó en la periferia tunecina, pero su escenario central se halla ahora en el centro del mundo árabe: en Egipto, en su capital El Cairo, en la Plaza Tahrir donde se libraron y se libran los grandes combates por la libertad. En vez de Mubarak, el gran hermano musulmán Mohamed Mursi es quien tiene ahora todo el poder, acumulado en una cadena de jugadas de ajedrez desde que venció por poco las presidenciales hace medio año. Además, mostró su vocación de protagonista internacional, en la guerra civil Siria, en la tensa relación entre Teherán y Riad y sobre todo como exitoso agente de paz entre palestinos e israelíes en Gaza. También consiguió la apresurada aprobación de la nueva Constitución a pesar de la abstención y de la oposición en la calle de las fuerzas ajenas al islamismo. Pero el resultado final es preocupante y anuncia una etapa de gran inestabilidad: con tan baja participación en el referéndum constitucional (un tercio del censo) y el resultado adverso en la capital cairota (casi 60 por ciento de votos negativos) no tiene el consenso mínimo exigible en una democracia, por lo que deberá buscar la relegitimación en las legislativas dentro de dos meses y en una interpretación flexible y útil de la Constitución. Alianza que perdura. Así está el centro árabe, trabado todavía por los acuerdos que atan a militares egipcios con Estados Unidos e Israel desde la paz de Camp David (1978). Esta alianza proporcionaba un aura de invulnerabilidad a Mubarak, pero dos años después de su caída la alianza es lo que todavía permanece. Los militares egipcios lograron lo que querían. La nueva Constitución les reconoce la autonomía que reclamaron desde el primer momento, tanto respecto a los presupuestos como a la política de defensa exterior. Donde la revolución está cobrándose el más alto precio, sobre todo en vidas, es en Siria. A punto de cumplir dos años, está entrando en una fase decisiva, llena de interrogantes sobre la naturaleza y la estabilidad de lo que sucederá al régimen de Bachar el Assad. Con un grado de virulencia mucho menor, se mantiene viva también en Bahrein, donde el régimen familiar de los Al Jalifa, protegidos de la monarquía saudí, está estrechando el lazo sobre reivindicaciones democratizadoras de la mayoría chiíta. Y prendió de nuevo en Jordania, todo en el vecindario inmediato de Israel. Dos años después, el balance es necesariamente provisional. El ritmo de ahora no tiene nada que ver con su brioso arranque. Si es una revolución, no hizo más que empeza